domingo, 28 de abril de 2013

LIGERO DE EQUIPAJE


 "No existen tierras extrañas. Es el viajero, el único que es extraño". Robert Louis Stevenson, entre búsquedas de tesoros, dejó esa impresión sobre la sensación que invade a la persona errante, conforme avanza su camino. De entre todos los viajeros que ha tenido la cultura española, pocos se han movido más y de forma más solitaria que Fernando Fernán Gómez, a quien nuevas generaciones recordarán más por algún exabrupto ante los micrófonos televisivos, que por su impecable hoja de servicios, tanto en los escenarios, como en la gran pantalla... o las páginas en blanco. 



Prolífico, independiente, personal en su estilo, su fama como actor de temperamento, no debería eclipsar las dotes con la pluma de Fernán Gómez (viene a la mente, Las bicicletas son para el verano, entre otras); especialmente, a la hora de hablar del libro que hoy nos ocupa, El viaje a ninguna parte. Cuando en la década de los 80 de la centuria pasada, nuestro autor se embarcó con unos anónimos comediantes de la legua, nadie podía pensar que serían los cimientos de una exquisita novela y (si aquello era posible), una aún mejor película. 





La singular geografía española llevó a que Alonso Quijano y Sancho Panza bendijeran a una caravana de comediantes, gentes de mala vida y que no debían ser enterrados en sagrado, pero que inspiraron la más tierna de las compasiones en el enfebrecido hidalgo romántico, quien aún recordaba la fascinación de sus ojos de niño cuando vio por primera vez a aquellas personas que un día eran reyes, otros bufones y acercaban mundos fantásticos a las gentes de La Mancha. Cierto tiempo después, no le hubiera costado nada a Federico García Lorca, compartir esa devoción, que él mismo llevó con su compañía con la que buscó acercar la cultura teatral a una población cuyos medios no les permitían acceder a ella, sino era gracias al sudor, las lágrimas y las risas de esos héroes, a veces anónomos.


De cualquier modo, El viaje a ninguna parte, si bien puede ser considerada una carta de amor a esas gentes, es, siempre, bajo los ojos del enamorado realista. Y esta clase de víctima de Cupido es la más peligrosa de todas. Un romántico derrotado es un cínico tierno, alguien a quien le han quitado todo... menos lo que realmente importa. Muestra la verdad del espejo y encima puede exigir que no te enfades, porque nos muestra tal y como somos, sin rencor y con la verdad antes que la brutal sinceridad. A través de su naracción, Fernán Gómez muestra sus sinsabores, frustraciones e inexorable amenaza de extinción ante los nuevos medios de masas que van a ir engulléndoles. A veces, la risa y el llanto se entrecruzan en el mismo renglón. 



Todo ello, sazonaría el relato para hacerlo un conmovedor discurso (aunque no tiene nada de autobiofráfico, aunque algún sector de la crítica lo haya buscado), pero técnicamente, a parte de su descarnadado realismo, no exento de corazón, este texto literario tiene la infinita fortuna de contar con la deliciosamente traidora forma de recordar de Galván, uno de esos intérpretes, víctima de la nostalgia y el subjetivismo del recuerdo.



Esa especie de metaficción, alcanzó el siguiente nivel con la película, casi inmediata, que se sacó muy poco después, dirigida, como era obvio, por el propio autor. Allí, Fernán Gómez tuvo el infinito acierto de rodearse de un elenco de grandes talentos (María Luisa Ponte, Juan Diego, un jovencísimo Gabino Diego...); aunque, quizás la joya de la Corona fue elegir como Galván a su amigo personal, José Sacristán, quizás en uno de los mejores papeles de su carrera. Y eso es decir mucho.

La fusión de esos dos talentos resume a la perfección la dicotomía de la obra original y las propias características de cada uno de ellos. Fernán Gómez fue siempre un intelectual de primera a quien quizás no se le quiso tanto en lo personal como hubiera merecido, por su propia personalidad, muy fuerte, independiente, arisca en los primeros roces. Sacristán, quien le veneraba desde la primera vez que le vio en una gran pantalla, tiene un punto de mayor cercanía por su propia naturaleza que resulta básico para que los espectadores no se sientan traicionados con "su" Galván y recuerdos tan agridulces como ese beso en una fiesta a M. Monroe, que nunca se produjo... y jamás dejaremos de contar. A la almohada la hemos besado todos, como sin duda, volviendo a Quijano, el caballero de la triste figura hubiera añadido. 





Dicen que viajar a ninguna parte, no tiene nada de malo... si es en buena compañía y ligero de equipaje.




Una novela dulce, cansada, graciosa, triste y absolutamente imprescindible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fernando Fernán-Gómez, son palabras mayores. Y sin haberla visto en película ni leído, es una novela que he regalado... A ver si te veo en este muy próximo viaje a Córdoba, que yo ya aviso, se va a hablar de don Fernando. Un fuerte abrazo.