sábado, 7 de marzo de 2015

REAL WINNERS


Tras doce temporadas, Two and Half Men ha puesto cierre a la exitosa re-formulación de la clásica extraña pareja (inolvidables Jack Lemmon y W. Mattahau), en esta ocasión, en las playas californianas de Malibú. Mucho ha llovido desde que arrancase el proyecto en 2003; tanto que ha habido no pocos cambios en el producto creado por Chuck Lorre y Lee Aronsohn, incluyendo a los protagonista. Dos sexenios que han dejado indiferentes a muy pocos, algo que ha tenido su reflejo, para lo bueno y lo malo, en el último episodio del show. Advirtiendo el deseo de no querer reventar sorpresas a los espectadores que aún no lo hayan visto, señalar que esta reseña hará mención a algunos de los giros más importantes de esta popular sitcom, barrera anti-spoiler. 




Bendecida con el nunca lo suficientemente ponderado sistema de los 20 minutos, Dos hombres y medio ha sido, en no pocas ocasiones, acusada de apelar al humor más directo y los tópicos. Nada nuevo bajo el Sol, sin embargo, el buen hacer de su reparto y la capacidad de sus guionistas para mantener la atención de un amplio abanico de público la han mantenido a flote durante el periplo, con unos grandes niveles de audiencia. Así fue desde que Charlie Sheen y Jon Cryer se pusieron el mono de trabajo para encarnar a Charlie y Alan Harper, dos antagónicos hermanos, usando todos los clichés posibles. Uno era vividor y disoluto. El otro, un padre divorciado que debía recurrir a la hospitalidad de Charlie para poder mantenerse, mientras intentaba criar a su hijo Jake (Angus T. Jones). 




La buena química en pantalla de Sheen y Cryer fue llevando a la serie a lo más alto. Su forma de entender la guerra de los sexos, las bromas subidas de tono y una progresiva victoria de la sátira sobre la moralina familiar que parecían esconder sus primeros compases fueron objeto de crítica, pero las estupendas señoras que salían, el carisma de Charlie, la gracia natural de Jake y Alan (pegamento de todo) garantizaron que fuera una cita frecuente en la caja tonta. Y es aquí donde surge el famoso terremoto que ocurrió tras ocho temporadas; contar con Dennis Rodman garantiza muchos rebotes, títulos y no pocos escándalos en la prensa y falta de disciplina. Su versión actoral, Sheen, había hecho otro tanto en el rodaje, para desesperación de la productora en general y Lorre en particular. 


Desde la época de Andy Kaufman en Taxi no se detectaba una dependencia tan grande en cuanto a talento sometido a un carácter díscolo. El deterioro físico de Sheen era visible, aunque la propia esencia de su personaje permitía que no afectase mucho a la trama. Lo que sí resultaron insalvables fueron los retrasos, el desconocimiento de su paradero y el estado fuera de control que llegó a alcanzar. La serie se paralizó en su octava temporada. Parecía el final de ambas trayectorias, la del protagonista y la del producto. Nos equivocamos, aunque el precio que se llevaron aquellos meses de exceso fue una amistad de guionista e intérprete que parecía sólida: Chuck Lorre y Sheen.




El programa continuó, teniendo el acierto de fichar a Ashton Kutcher, quien dio la nota tras las dudas de los escépticos por su imagen tópica de galán de comedia romántica norteamericana de almacén. El binomio Cryer-Kutcher logró sortear las dificultades (bien apoyados por un reparto que incluía a Conchata Ferrel, Holland Taylor y Melani Lynskey) para mantener más que dignamente el show cuatro años más. Walden, personaje de Kutcher, era una versión mucho menos dionisíaca que Sheen, un multimillonario informático buenazo, el diferente (pero excelente también) complemento a un Alan, cada vez más cómodo en su rol de pícaro de la vida, capaz de quedarse de inquilino en casa de su hermano bajo cualquier circunstancia (incluso sin el afamado pariente).




Un primer episodio con el funeral de Charlie (cuya muerte violenta y atípica en una comedia de esta índole olía más a venganza personal de Lorre que a recurso ingenioso para sortear la ausencia) fue récord de audiencia; si bien el share fue bajando, el savoir faire de la nueva pareja y el elenco permitieron continuar el proyecto. Por su lado, Sheen vivió una realidad muy similar con Anger management; su puesta en escena fue arrolladora, pero también fue descubriendo que era complicado mantener el interés sin un equipo ya rodado como tenía en su anterior casa. Como fuere, en esas sigue y el terapeuta parece haber comprendido que necesita más focos para el resto.


Una especie de karma parecía perseguir a unos y otros en las arenas de Malibú. Las nuevas creencias religiosas de Angus T. Jones le fueron alejando del tipo de humor que pregonaba el programa, Sheen no perdía la oportunidad de despotricar sobre su sucesor en redes sociales (alternando compases de tratados de paz y hostilidades, aunque el arranque siempre salía de Charlie), etc. Y aún así aguantaron con solvencia cuatro años más. Incluso se rumoreaba que el hermano perdido iba a volver el último episodio, una perfecta reconciliación de las dos fases de la serie. Error.





Con un penúltimo compás que hubiera sido mucho más digno a la esencia de una sitcom sin más pretensiones que las carcajadas y algún momento picante, Lorre sorprendió a propios y extraños con un arranque de vendetta. No parecía bastante con el famoso funeral de la novena temporada, había un plato frío que servirse, Sheen le había dado motivos y fue su momento y lugar. Lástima que eligiera fastidiar por el camino a buena parte de los seguidores de la serie (quienes, curiosamente, parecen haber sido tan partidarios de Charlie como de Walden, sin olvidar nunca las desventuras de Alan). Incluso su díscolo y rebelde actor, antaño amigo, pareció dispuesto a firmar la pipa de la paz, pero quedaba un último pianazo, una nota sobrante en la pegadiza sinfonía del arranque.





Algunos hablan de que Lorre se guardó la carcajada final y que ha impuesto su territorio. Otros, en cambio, reconociendo su talento como guionista, lamentan que emplease un programa que apreciaban, con sus vaivenes y chabacanerías, para saldar cuentas pendientes. La respuesta me pareció encontrarla, a gusto del consumidor, en un comentario acertado del twitter de una persona que parecía haber seguido con atención el choque de egos que arrambló con una serie entera: "Los verdaderos ganadores no necesitan proclamarse a sí mismos". Y tampoco se arrojan cosas desde las alturas... 

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